Bicicletas
Siempre que voy a emprender la vuelta a Resistencia se me vuelven en la memoria algunas de sus calles o personas, y es entonces cuando me veo otra vez montada en una bicicleta prestada, yendo a toda velocidad por la vereda de Velez Sarsfield, sintiendo como el viento norte me sopapea la cara. O si no es ese primero de enero del 2000 y el calor aplastante de 52º grados a la sombra, la resaca de la noche anterior y Lucas llegando en bicicleta a la puerta de mi casa, destrozado porque su novia lo dejó.
No sé por qué pero los recuerdos siempre se me vienen subidos en una bicicleta y si no soy yo, es ese otro alguien que viene montado en su presencia. Debe ser por esa nostalgia infantil de la bici propia que te regalan los viejos y que para mí nunca se cumplió.
Lo cierto es que el recuerdo avanza sobre mí como la rueda de la bicicleta y me nubla la pantalla, y todo y nada, la ciudad, sus calles y su gente terminan siendo un montón de palabras tecleadas a la bartola en esta oficina en la otra margen.
Cada envión del pedal me devuelve al momento recordado y allí voy yo, a toda felicidad, a punto de cruzar por lo de Doña Julia, una de esas viejas brujas del barrio que no te dejan pasar por su vereda porque le aflojas las baldosas. Como tres veredas antes, a la altura de la casa de Doña Negra, me encomiendo al San Antonio del frente, pidiéndole que me dejé cruzar la vereda vedada y me permita ganarme el respeto de los varones de la cuadra. Aprieto las revoluciones del pedal, esperando que la bruja no se aparezca en mitad de la vereda y me la lleve puesta con bastón y todo. La bici, prestada por Érica Pamela, es una de esas Fiorenzas rosadas, llenas de banderolas, que me queda un tanto chica para mis piernas largas y desgarbadas: cuanto más acelero, más me doy la rodilla contra el manubrio.
Estoy casi por entrar en la vereda de Doña Julia, atrás se siente el abucheo de la barra, mi hermanita saltando en patas en esa siesta caliente del verano chaqueño. Mi corazón late embravecido dentro del pecho.
Ya estoy a mitad de camino y miro a mi costado derecho para ver si desde el muro no me apresencia Doña Julia. No se ve nada y sigo avanzando, embebida en la gloria cuando casi al final de la vereda escucho el grito furioso de la vieja desde la ventana que me dice: “Moocosita del diablooooo, carajo! A media siesta”. La maniobra con el manubrio es inevitable: las piernas se enredan y caigo de boca, las rodillas peladas y Doña Julia que ya está a mí lado puteando como buena cristiana. Cuando caigo en la cuenta, estoy rodeada por toda la gurisada que me lleva en andas, alejándome de la bronca de la vieja y veo que no he podido cruzar el límite: la Fiorenza está tirada a dos baldosas de la próxima vereda y con ella mi sueño de entrar en la barra.
Cuando caigo en la cuenta, estoy rodeada de un montón de desconocidos, esperando para cruzar la frontera y mirarme una vez más de cara al viento norte, andando en bicicleta.
“Bicicletas”, Mónica Kreibohm (osabebu), El Yacaré, Asunción, abril de 2007
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