Cualquier día
Su primera
bicicleta la recibió como regalo de Navidad. Tenía entonces cinco años y aunque
algunos niños mayores del “block” parecían hacer alarde de sus espinillas
asegurando que el viejito pascuero no existía, él se resistía a creerlo,
buscando respuestas para cada una de las preguntas con las que los demás
trataban de confundirlo. Por lo demás, sabía que sus padres no podrían
regalarle una. No le quedaba más que defender su única oportunidad para conseguirla.
-Mi mamá dice que existe.
-Tu mamá te está puro mintiendo. Es tu papá que se disfraza.
-Saís que no poh, güeón.
-Saís que sí.
-Saís que no poh, porque mi papá es flaco y además no tiene barba blanca.
-Se pone un cojín debajo y se amarra una barba de algodón con un cordel, idiota.
-Mentira.
-Verdad.
-Mentira.
Una ‘Caloi’ azul -con parrilla trasera y flequillos plásticos de varios colores colgando de las empuñaduras del manubrio- fue la evidencia que Juan había estado esperando. Justo después de recibirla salió al patio del edificio a exhibir el argumento que, según él, terminaba por darle la razón. Todos los niños se mostraban sus juguetes, los robots a pila que disparaban desde compuertas que se les abrían en el pecho, las muñecas que cantaban, una autopista ‘Tyco’ que un rucio desesperado y chillón obligó a armar a su padre ahí mismo, afuera, para luego tratar en vano de hacerla funcionar ante el llanto del niño y las explicaciones inútiles del padre tratando de descifrar, una y otra vez, el manual de instrucciones en inglés.
Al cabo de unas semanas, Juan consiguió equilibrarse sobre las dos ruedas, aparte de varias costras en las rodillas y codos. Ello no le bastó, sin embargo, para poder derrotar a los mayores en las carreras que se hacían en el patio. Su bicicleta era más pesada que las ‘Chopper’ de los que se burlaban de los flequillos de su ‘Caloi’. Tampoco sirvió que se los cortara. “Parece ‘bici’ de niñita”, le decían. Y aunque intentó pedalear cada vez más rápido y demostrar hombría no llorando cada vez que se azotaba en contra del suelo, finalmente los fierros de su ‘Caloi’ resultaron ser más débiles que sus huesos y terminaron por doblarse sin más remedio, hasta dejarla inservible.
Durante un tiempo debió dejar su afición a las caídas. De vez en cuando, sin embargo, lograba conseguir que lo dejasen dar unas vueltas a cambio de sus ‘View Master’, la pelota para alguna pichanga o, simplemente, plata. Aunque el trato consistía en que sólo podía dar andar alrededor del patio, poco a poco Juan comenzó a salirse de la ruta, hasta acercarse a la reja que daba a la calle. Esperaba el momento en que se produjese alguna discusión acerca de quién tiraría el penal o una pelea de esas que no pasaban de los empujones y los garabatos para salir rápidamente del recinto, escapándose a recorrer las veredas. No pocas veces debió aguantar las patadas en el culo al regresar, horas más tarde, pero nunca le importó demasiado porque sabía que ese era el costo extra por salirse de lo pactado y estaba dispuesto a pagarlo con tal de poder ir más allá del almacén de la esquina, donde su mamá lo mandaba a comprar a veces, cuando faltaba algún ingrediente para el almuerzo.
Hasta que sus padres decidieron que era más digno que su hijo sufriera por porrazos propios a que debiese seguir aguantando los ajenos por no tener su bicicleta y le regalaron una nueva. En aquel entonces estaban de moda las acrobacias del bicicross y las competencias en las que los chilenos ganaban títulos mundiales en todas las categorías. Así, por lo menos, decían en la tele. Su madre, aparte de pedirle que tuviese cuidado de no correr muy rápido, le advertía que no se alejara demasiado si salía a la calle, puesto que, según ella, “el centro es peligroso para un niño en bicicleta”.
Su ‘Cic’ no fue suficiente para poder ingresar a la pandilla del barrio. No era de cromo, como las ‘GT’ o las ‘Shimano’ de los otros, que siempre parecían llevar la delantera en todo. Optó, entonces, por seguir con sus recorridos solitarios por las calles que ya había conocido en sus salidas anteriores y por aquellas que le quedaban por conocer, sin hacer mayor caso a los temores de su madre.
Sabía que en la esquina de Bulnes con Catedral acostumbraba a dormir un viejo borracho al que junto a los otros niños molestaban. Entonces prefería irse en sentido contrario para evitar cualquier posible desquite, salir a Santo Domingo hasta Cumming y por ese camino llegar a la Plaza Brasil, que era uno de los sitios que más le agradaban de los que había descubierto.
Al cabo de un tiempo quiso conocer otros lugares en los cuales poder poner a prueba las destrezas que, a pesar de todo, estaba seguro de poseer y un día cualquiera se levantó más temprano que de costumbre, llenó una botella con agua, preparó una marraqueta con mortadela y salió rumbo a la Alameda. El trayecto desde su departamento hasta la avenida no le tomó más de cinco minutos, ayudado por un perro que lo correteó hasta casi llegar a su destino y al que aventajó por un par de metros. A partir de entonces, siempre tomó esa ruta pues, a pesar del gran temor que le infundían los colmillos del quiltro, por primera vez había sido capaz de ganar una carrera y a como diera lugar deseaba repetir esa experiencia.
Todos los días volvió a la avenida, recorriéndola por tramos que él mismo se trazaba como metas, al igual que lo hacían los corredores de la Vuelta Ciclística que a veces veía en la tele. La primera fue hasta la Torre Entel, la que siempre le pareció un cohete listo para ser lanzado. De ahí hasta La Moneda era la segunda y así, hasta llegar a Plaza Italia, desde donde la Virgen del San Cristóbal se le figuraba tan alta como la Estatua de la Libertad. En una ocasión fabricó una caña de pescar con un bambú, pita y alambre para intentar pescar algo en el Mapocho y llevarlo a su casa de regalo; sin embargo, todos los esfuerzos fueron inútiles y sus buenas intenciones no sirvieron para evitar el coscacho de su madre cuando fue llevado de vuelta a su casa por un carabinero. “Tenga más ojo con el niño, señora, mire que cualquier día le puede pasar algo por andar solo por ahí en bicicleta”.
*****
“Cualquier día”, repitió en silencio Juan, mirando hacia el cielo con el cuello inmovilizado. No podía ver más que hacia arriba y algunas siluetas que pasaban por su lado, gente que hablaba, palabras sueltas como “tráeme otra de suero” o “él tuvo la culpa, mi cabo, de verdad”. Otra voz parecía leer datos que le eran muy familiares, “nombre, Juan Rojas Apablaza, fecha de nacimiento, veintitrés de junio de mil nueve setenta, estado civil, casado, un hijo...”. Recordó que le había prometido hablar con el viejito pascuero por lo de la bicicleta pedida para navidad. Recordó también que debía cuotas del refrigerador, el microondas y el equipo de música, que tenía trabajo que entregar urgentemente pasado mañana y que había quedado de juntarse con su mujer en la tarde para ir al cine, mirando hacia arriba, hacia el mismo cielo pálido y ahumado que veía de niño cuando se tumbaba de espaldas en el pasto de la plaza para descansar luego de sus recorridos.
Entonces se preguntó qué cara iría a poner su madre esta vez y ello le causó gracia, pero el dolor en todo el cuerpo le impidió sonreír.
-Mi mamá dice que existe.
-Tu mamá te está puro mintiendo. Es tu papá que se disfraza.
-Saís que no poh, güeón.
-Saís que sí.
-Saís que no poh, porque mi papá es flaco y además no tiene barba blanca.
-Se pone un cojín debajo y se amarra una barba de algodón con un cordel, idiota.
-Mentira.
-Verdad.
-Mentira.
Una ‘Caloi’ azul -con parrilla trasera y flequillos plásticos de varios colores colgando de las empuñaduras del manubrio- fue la evidencia que Juan había estado esperando. Justo después de recibirla salió al patio del edificio a exhibir el argumento que, según él, terminaba por darle la razón. Todos los niños se mostraban sus juguetes, los robots a pila que disparaban desde compuertas que se les abrían en el pecho, las muñecas que cantaban, una autopista ‘Tyco’ que un rucio desesperado y chillón obligó a armar a su padre ahí mismo, afuera, para luego tratar en vano de hacerla funcionar ante el llanto del niño y las explicaciones inútiles del padre tratando de descifrar, una y otra vez, el manual de instrucciones en inglés.
Al cabo de unas semanas, Juan consiguió equilibrarse sobre las dos ruedas, aparte de varias costras en las rodillas y codos. Ello no le bastó, sin embargo, para poder derrotar a los mayores en las carreras que se hacían en el patio. Su bicicleta era más pesada que las ‘Chopper’ de los que se burlaban de los flequillos de su ‘Caloi’. Tampoco sirvió que se los cortara. “Parece ‘bici’ de niñita”, le decían. Y aunque intentó pedalear cada vez más rápido y demostrar hombría no llorando cada vez que se azotaba en contra del suelo, finalmente los fierros de su ‘Caloi’ resultaron ser más débiles que sus huesos y terminaron por doblarse sin más remedio, hasta dejarla inservible.
Durante un tiempo debió dejar su afición a las caídas. De vez en cuando, sin embargo, lograba conseguir que lo dejasen dar unas vueltas a cambio de sus ‘View Master’, la pelota para alguna pichanga o, simplemente, plata. Aunque el trato consistía en que sólo podía dar andar alrededor del patio, poco a poco Juan comenzó a salirse de la ruta, hasta acercarse a la reja que daba a la calle. Esperaba el momento en que se produjese alguna discusión acerca de quién tiraría el penal o una pelea de esas que no pasaban de los empujones y los garabatos para salir rápidamente del recinto, escapándose a recorrer las veredas. No pocas veces debió aguantar las patadas en el culo al regresar, horas más tarde, pero nunca le importó demasiado porque sabía que ese era el costo extra por salirse de lo pactado y estaba dispuesto a pagarlo con tal de poder ir más allá del almacén de la esquina, donde su mamá lo mandaba a comprar a veces, cuando faltaba algún ingrediente para el almuerzo.
Hasta que sus padres decidieron que era más digno que su hijo sufriera por porrazos propios a que debiese seguir aguantando los ajenos por no tener su bicicleta y le regalaron una nueva. En aquel entonces estaban de moda las acrobacias del bicicross y las competencias en las que los chilenos ganaban títulos mundiales en todas las categorías. Así, por lo menos, decían en la tele. Su madre, aparte de pedirle que tuviese cuidado de no correr muy rápido, le advertía que no se alejara demasiado si salía a la calle, puesto que, según ella, “el centro es peligroso para un niño en bicicleta”.
Su ‘Cic’ no fue suficiente para poder ingresar a la pandilla del barrio. No era de cromo, como las ‘GT’ o las ‘Shimano’ de los otros, que siempre parecían llevar la delantera en todo. Optó, entonces, por seguir con sus recorridos solitarios por las calles que ya había conocido en sus salidas anteriores y por aquellas que le quedaban por conocer, sin hacer mayor caso a los temores de su madre.
Sabía que en la esquina de Bulnes con Catedral acostumbraba a dormir un viejo borracho al que junto a los otros niños molestaban. Entonces prefería irse en sentido contrario para evitar cualquier posible desquite, salir a Santo Domingo hasta Cumming y por ese camino llegar a la Plaza Brasil, que era uno de los sitios que más le agradaban de los que había descubierto.
Al cabo de un tiempo quiso conocer otros lugares en los cuales poder poner a prueba las destrezas que, a pesar de todo, estaba seguro de poseer y un día cualquiera se levantó más temprano que de costumbre, llenó una botella con agua, preparó una marraqueta con mortadela y salió rumbo a la Alameda. El trayecto desde su departamento hasta la avenida no le tomó más de cinco minutos, ayudado por un perro que lo correteó hasta casi llegar a su destino y al que aventajó por un par de metros. A partir de entonces, siempre tomó esa ruta pues, a pesar del gran temor que le infundían los colmillos del quiltro, por primera vez había sido capaz de ganar una carrera y a como diera lugar deseaba repetir esa experiencia.
Todos los días volvió a la avenida, recorriéndola por tramos que él mismo se trazaba como metas, al igual que lo hacían los corredores de la Vuelta Ciclística que a veces veía en la tele. La primera fue hasta la Torre Entel, la que siempre le pareció un cohete listo para ser lanzado. De ahí hasta La Moneda era la segunda y así, hasta llegar a Plaza Italia, desde donde la Virgen del San Cristóbal se le figuraba tan alta como la Estatua de la Libertad. En una ocasión fabricó una caña de pescar con un bambú, pita y alambre para intentar pescar algo en el Mapocho y llevarlo a su casa de regalo; sin embargo, todos los esfuerzos fueron inútiles y sus buenas intenciones no sirvieron para evitar el coscacho de su madre cuando fue llevado de vuelta a su casa por un carabinero. “Tenga más ojo con el niño, señora, mire que cualquier día le puede pasar algo por andar solo por ahí en bicicleta”.
*****
“Cualquier día”, repitió en silencio Juan, mirando hacia el cielo con el cuello inmovilizado. No podía ver más que hacia arriba y algunas siluetas que pasaban por su lado, gente que hablaba, palabras sueltas como “tráeme otra de suero” o “él tuvo la culpa, mi cabo, de verdad”. Otra voz parecía leer datos que le eran muy familiares, “nombre, Juan Rojas Apablaza, fecha de nacimiento, veintitrés de junio de mil nueve setenta, estado civil, casado, un hijo...”. Recordó que le había prometido hablar con el viejito pascuero por lo de la bicicleta pedida para navidad. Recordó también que debía cuotas del refrigerador, el microondas y el equipo de música, que tenía trabajo que entregar urgentemente pasado mañana y que había quedado de juntarse con su mujer en la tarde para ir al cine, mirando hacia arriba, hacia el mismo cielo pálido y ahumado que veía de niño cuando se tumbaba de espaldas en el pasto de la plaza para descansar luego de sus recorridos.
Entonces se preguntó qué cara iría a poner su madre esta vez y ello le causó gracia, pero el dolor en todo el cuerpo le impidió sonreír.
José Miguel de Pujadas
(caballero_negro)
No hay comentarios:
Publicar un comentario