La sombra
En el atardecer, en ese momento que el sol lastíma si mirás hacia donde termina la calle. Cuando el brillo furioso del sol duele en los ojos, uno pedalea ciego y solo ve el piso.
Avanzo en la bici.
Es un alivio doblar en la esquina y ver el reflejo amarillo que pinta todo y hace crecer las sombras que se alargan y se hacen cada vez más negras.
Uno pedalea y se mira en la sombra que va pegada a las ruedas de la bicicleta cuando giran, como si fuera un espejo.
Es un dibujo que se une a la bici justo en el piso, ahí donde las cubiertas tocan la tierra.
De ahí sale la otra, la bicicleta de sombra.
Que también me lleva.
Me reconozco por el perfil, y también porque suelto una mano o la apoyo sobre la rodilla para pedalear con más fuerza. O suelto las dos y avanzo sin manos, canchereando. O porque muevo la cabeza y me gusta como el cabello me vuela al encontrarlo el viento.
El pelo vuela entre las piedritas que brillan. Y yo miro de reojo la sombra del pelo volando, y no parece mío.
Me paro en los pedales, -los hago girar con toda la fuerza que tengo en mis piernas- y la sombra igual sigue dibujada a mi lado, lo que pasa más rápido es el ripio de la calle.
Como un reflejo brillante.
Como un telón bañado en oro, que gira furioso.
Dejo de mirar hacia dónde va la calle, y me veo sobre la tierra en la imagen negra de mi sombra. Y las cuadras pasan veloces, y a veces tengo que frenar porque me puedo comer alguno que cruza callado, distraído y no lo veo.
Me deformo, me alargo o me falta la cabeza cuando la sombra camina por los paredones, por los frentes de las casas, por los camiones estacionados, por las veredas rotas.
Y después sobre la calle de nuevo aparezco.
Intacto.
Entonces en la bajada saco los pies de los pedales y los pongo sobre el manubrio, -junto a las manos- y apoyo la boca contra las rodillas y en la sombra parece que la bici va sola llevando un tipo sin pies, y sin manos, y sin cabeza.
Y en los árboles que crecen uno al lado del otro frente a las vías, la sombra va y viene así tac-tac-tac, me agrando contra el árbol y enseguida me alargo en el piso y de nuevo me agrando en la corteza de la planta siguiente y me mareo un poco. Así que miro hacia delante y se me pasa.
Y cuando ya soy muy largo en el piso, flaquísimo, y a la bici se le deforman hasta las ruedas –quedan ovaladas-, observo hacia donde está el sol.
Y si, ya comienza a perderse tras los techos.
Y las sombras ya no son tan divertidas.
La noche sube de la calle como una negrura gigante y se mezcla con otras sombras hasta hacerse una sola.
Y las luces de alumbrado del bulevar se van encendiendo una a una, solas, de a poquito, desganadas. Y cuando paso bajo los focos enormes de mercurio siento que la ropa, los brazos y mi cara se pintan de un fulgor transparente.
Y que pedaleo en el aire.
En el atardecer, en ese momento que el sol lastíma si mirás hacia donde termina la calle. Cuando el brillo furioso del sol duele en los ojos, uno pedalea ciego y solo ve el piso.
Avanzo en la bici.
Es un alivio doblar en la esquina y ver el reflejo amarillo que pinta todo y hace crecer las sombras que se alargan y se hacen cada vez más negras.
Uno pedalea y se mira en la sombra que va pegada a las ruedas de la bicicleta cuando giran, como si fuera un espejo.
Es un dibujo que se une a la bici justo en el piso, ahí donde las cubiertas tocan la tierra.
De ahí sale la otra, la bicicleta de sombra.
Que también me lleva.
Me reconozco por el perfil, y también porque suelto una mano o la apoyo sobre la rodilla para pedalear con más fuerza. O suelto las dos y avanzo sin manos, canchereando. O porque muevo la cabeza y me gusta como el cabello me vuela al encontrarlo el viento.
El pelo vuela entre las piedritas que brillan. Y yo miro de reojo la sombra del pelo volando, y no parece mío.
Me paro en los pedales, -los hago girar con toda la fuerza que tengo en mis piernas- y la sombra igual sigue dibujada a mi lado, lo que pasa más rápido es el ripio de la calle.
Como un reflejo brillante.
Como un telón bañado en oro, que gira furioso.
Dejo de mirar hacia dónde va la calle, y me veo sobre la tierra en la imagen negra de mi sombra. Y las cuadras pasan veloces, y a veces tengo que frenar porque me puedo comer alguno que cruza callado, distraído y no lo veo.
Me deformo, me alargo o me falta la cabeza cuando la sombra camina por los paredones, por los frentes de las casas, por los camiones estacionados, por las veredas rotas.
Y después sobre la calle de nuevo aparezco.
Intacto.
Entonces en la bajada saco los pies de los pedales y los pongo sobre el manubrio, -junto a las manos- y apoyo la boca contra las rodillas y en la sombra parece que la bici va sola llevando un tipo sin pies, y sin manos, y sin cabeza.
Y en los árboles que crecen uno al lado del otro frente a las vías, la sombra va y viene así tac-tac-tac, me agrando contra el árbol y enseguida me alargo en el piso y de nuevo me agrando en la corteza de la planta siguiente y me mareo un poco. Así que miro hacia delante y se me pasa.
Y cuando ya soy muy largo en el piso, flaquísimo, y a la bici se le deforman hasta las ruedas –quedan ovaladas-, observo hacia donde está el sol.
Y si, ya comienza a perderse tras los techos.
Y las sombras ya no son tan divertidas.
La noche sube de la calle como una negrura gigante y se mezcla con otras sombras hasta hacerse una sola.
Y las luces de alumbrado del bulevar se van encendiendo una a una, solas, de a poquito, desganadas. Y cuando paso bajo los focos enormes de mercurio siento que la ropa, los brazos y mi cara se pintan de un fulgor transparente.
Y que pedaleo en el aire.
Carlos Hugo Mercapide
Primer Premio (Cuentos) Expo Arte Bicicleta 2010
5to. Festival de Bicicultura de Santiago de Chile.
5to. Festival de Bicicultura de Santiago de Chile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario