I. Liturgia del divino motor
Con el dios de cuatro ruedas ocurre lo que suele
ocurrir con los dioses: nacen al servicio de la gente, mágicos conjuros contra
el miedo y la soledad, y terminan poniendo a la gente a su servicio. La religión
del automóvil, con su Vaticano en Estados Unidos de América, tiene al mundo de
rodillas.
Seis, seis,
seis
La imagen del Paraíso: cada estadounidense tiene un
auto y un arma de fuego. En Estados Unidos se concentra la mayor cantidad de
automóviles y también el arsenal más numeroso, los dos negocios básicos de la
economía nacional. Seis, seis, seis: de cada seis dólares que gasta el
ciudadano medio, uno se consagra al automóvil; de cada seis horas de vida, una
se dedica a viajar en auto o a trabajar para pagarlo; y de cada seis empleos,
uno está directa o indirectamente relacionado con la violencia y sus
industrias. Cuanta más gente asesinan los automóviles y las armas, y cuanta más
naturaleza arrasa, más crece el Producto Nacional Bruto. Como bien dice el
investigador alemán Winfried Wolf, en nuestro tiempo las fuerzas productivas se
han convertido en fuerzas destructivas.
¿Talismanes contra el desamparo o invitaciones al
crimen? La venta de autos es simétrica con la venta de armas, y bien podría
decirse que forma parte de ella: los accidentes de tránsito matan y hieren cada
año más estadounidenses que todos los estadounidenses muertos y heridos a lo
largo de la guerra de Vietnam, y el permiso de conducir es el único documento
necesario para que cualquiera pueda comprar una metralleta y con ella cocine a
balazos a todo el vecindario. El permiso de conducir no sólo se usa para estos
menesteres, sino que también es imprescindible para pagar con cheques o
cobrarlos, para hacer un trámite o firmar un contrato. En Estados Unidos, el
permiso de conducir hace las veces de documento de identidad. Los automóviles
otorgan identidad a las personas.
Los aliados
de la democracia
El país cuenta con la nafta más barata del mundo,
gracias a los presidentes corruptos, los jeques de lentes negros y los reyes de
opereta que se dedican a malvender petróleo, a violar derechos humanos y a
comprar armas estadounidenses. Arabia Saudita, pongamos por caso, que figura en
los primeros lugares de las estadísticas internacionales por la riqueza de sus
ricos, la mortalidad de sus niños y las atrocidades de sus verdugos, es el
principal cliente de la industria estadounidense de armamentos. Sin la nafta
barata que proporcionan estos aliados de la democracia, no sería posible el
milagro: en Estados Unidos, cualquiera puede tener auto, y muchos pueden
cambiarlos con frecuencia. Y si el dinero no alcanza para el último modelo, ya
se venden aerosoles que dan aroma a nuevo al vejestorio comprado hace tres o
cuatro años, el autosaurio ése.
Dime qué coche tienes y te diré quién eres, y cuánto
vales. Esta civilización que adora los automóviles, tiene pánico de la vejez:
el automóvil, promesa de juventud eterna, es el único cuerpo que se puede
cambiar.
La jaula
A este cuerpo, el de cuatro ruedas, se consagra la
mayor parte de la publicidad en la televisión, la mayor parte de las horas de
conversación y la mayor parte del espacio de las ciudades. El automóvil dispone
de restoranes, donde se alimenta de nafta y aceite, y a su servicio están las
farmacias donde compra remedios, los hospitales donde lo revisan, lo
diagnostican y lo curan, los dormitorios donde duerme y los cementerios donde
muere.
Él promete libertad a las personas, y por algo las
autopistas se llaman freeways, caminos libres, y sin embargo actúa como una
jaula ambulante. El tiempo de trabajo humano se ha reducido poco o nada, y en
cambio año tras año aumenta el tiempo necesario para ir y venir al trabajo, por
los atolladeros del tránsito que obligan a avanzar a duras penas y a los codazos.
Se vive dentro del automóvil, y él no te suelta. Drive-by shooting: sin salir
del auto, a toda velocidad, se puede apretar el gatillo y disparar sin mirar a
quién, como se estila ahora en las noches de Los Ángeles. Drive-thru teller,
drive-in restaurant, drive-in movies: sin salir del auto se puede sacar dinero
del banco, cenar hamburguesas y ver una película. Y sin salir del auto se puede
contraer matrimonio, drive-in marriage: en Reno, Nevada, el automóvil entra
bajo los arcos de flores de plástico, por una ventanilla asoma el testigo y por
la otra el pastor, que Biblia en mano os declara marido y mujer, y a la salida
una funcionaria, provista de alas y de halo, entrega la partida de matrimonio y
recibe la propina, que se llama Love donation.
El automóvil, cuerpo renovable, tiene más derechos que
el cuerpo humano, condenado a la decrepitud. Estados Unidos de América ha
emprendido, en estos últimos años, la guerra santa contra el demonio del
tabaco. En las revistas, la publicidad de los cigarrillos está atravesada por
obligatorias advertencias a la salud pública. Los anuncios advierten, por
ejemplo: "El humo del tabaco contiene monóxido de carbono". Pero
ningún anuncio de automóviles advierte que mucho más monóxido de carbono
contiene el humo de los coches. La gente no puede fumar. Los autos, sí.
II. El ángel exterminador
En 1992 hubo un plebiscito en Ámsterdam. Los
habitantes de la ciudad holandesa resolvieron reducir a la mitad el espacio, ya
muy limitado, que ocupan los automóviles. Tres años después se prohibió el
tránsito de autos privados en todo el centro de la ciudad italiana de
Florencia, prohibición que se extenderá a la ciudad entera a medida que se
multipliquen los tranvías, las líneas de metro, las vías peatonales y los
autobuses. También las ciclovías: pronto se podrá atravesar toda la ciudad sin
riesgos, por cualquier parte, pedaleando en un medio de transporte que cuesta
poco, no gasta nada, no invade el espacio humano ni envenena el aire, y que fue
inventado, hace cinco siglos, por un vecino de Florencia llamado Leonardo da
Vinci.
Mientras tanto, un informe oficial confirmaba que los
automóviles ocupan un espacio bastante mayor que las personas en la ciudad
estadounidense de Los Ángeles, pero allí a nadie se le ocurrió cometer el
sacrilegio de expulsar a los invasores.
¿A quién
pertenecen las ciudades?
Ámsterdam y Florencia son excepciones a la regla
universal de la usurpación. El mundo se ha motorizado aceleradamente, a medida
que han ido creciendo las ciudades y las distancias, y los medios públicos de
transporte han cedido paso al coche privado. El presidente francés Georges
Pompidou lo celebraba diciendo que "es la ciudad la que debe adaptarse a
los automóviles, y no al revés", pero sus palabras cobraron sentido
trágico cuando se reveló que habían aumentado brutalmente los muertos por
contaminación en la ciudad de París, durante las huelgas de fines del año
pasado: la paralización del metro había multiplicado los viajes en automóvil y
había agotado las existencias de mascarillas antiesmog.
En Alemania, en 1950, los trenes, autobuses, metros y
tranvías realizaban las tres cuartas partes del transporte de personas;
actualmente, suman menos de una quinta parte. El promedio europeo ha caído al
25 por ciento, lo que es todavía mucho si se compara con Estados Unidos, donde
el transporte público, virtualmente exterminado en la mayoría de las ciudades,
sólo llega al cuatro por ciento del total.
Henry Ford y Harvey Firestone eran íntimos amigos, y
ambos se llevaban de lo más bien con la familia Rockefeller. Ese cariño
recíproco desembocó en una alianza de influencias que mucho tuvo que ver con el
desmantelamiento de los ferrocarriles y la creación de una vasta telaraña de
carreteras, luego convertidas en autopistas, en todo el territorio estadounidense.
Con el paso de los años se ha hecho cada vez más apabullante, en Estados Unidos
y en el mundo entero, el poder de los fabricantes de automóviles, los
fabricantes de neumáticos y los industriales del petróleo. De las sesenta
mayores empresas del mundo, la mitad pertenece a esta santa alianza o está de
alguna manera ligada a la dictadura de las cuatro ruedas.
Datos para
un prontuario
Los derechos humanos se detienen al pie de los
derechos de las máquinas. Los automóviles emiten impunemente un cóctel de muchas
sustancias asesinas. La intoxicación del aire es espectacularmente visible en
las ciudades latinoamericanas, pero se nota mucho menos en algunas ciudades del
norte del mundo. La diferencia se explica, en gran medida, por el uso
obligatorio de los convertidores catalíticos y de la nafta sin plomo, que han
reducido la contaminación más notoria de cada vehículo en los países de mayor
desarrollo. Sin embargo, la cantidad tiende a anular la calidad, y estos
progresos tecnológicos van reduciendo su impacto positivo ante la proliferación
vertiginosa del parque automotor, que se reproduce como si estuviera formado
por conejos.
Visibles o disimuladas, reducidas o no, las emisiones
venenosas forman una larga lista criminal. Por poner tan sólo tres ejemplos,
los técnicos de Greenpeace han denunciado que proviene de los automóviles no
menos de la mitad del total del monóxido de carbono, del óxido de nitrógeno y
de los hidrocarburos que tan eficazmente están contribuyendo a la demolición
del planeta y de la salud humana.
"La salud no es negociable. Basta de medias
tintas", declaró el responsable de transportes de Florencia, a principios
de este año, mientras anunciaba que ésa será "la primera ciudad europea
libre de automóviles". Pero en casi todo el resto del mundo, se parte de
la base de que es inevitable que el divino motor sea el eje de la vida humana,
en la era urbana.
Copiamos lo
peor
El ruido de los motores no deja oír las voces que
denuncian el artificio de una civilización que te roba la libertad para después
vendértela, y que te corta las piernas para obligarte a comprar automóviles y
aparatos de gimnasia. Se impone en el mundo, como único modelo posible de vida,
la pesadilla de ciudades donde los autos mandan, devoran las zonas verdes y se
apoderan del espacio humano. Respiramos el poco aire que ellos nos dejan; y
quien no muere atropellado, sufre gastritis por los embotellamientos.
Las ciudades latinoamericanas no quieren parecerse a Ámsterdam
o a Florencia, sino a Los Ángeles, y están consiguiendo convertirse en la
horrorosa caricatura de aquel vértigo. Llevamos cinco siglos de entrenamiento
para copiar en lugar de crear. Ya que estamos condenados a la copianditis,
podríamos elegir nuestros modelos con un poco más de cuidado. Anestesiados como
estamos por la televisión, la publicidad y la cultura de consumo, nos hemos
creído el cuento de la llamada modernización, como si ese chiste de mal gusto y
humor negro fuera el abracadabra de la felicidad.
III. Los espejos del Paraíso
La publicidad habla del automóvil como una bendición
al alcance de todos. ¿Un derecho universal, una conquista democrática? Si fuera
verdad, y todos los seres humanos pudieran convertirse en felices propietarios
de este medio de transporte convertido en talismán, el planeta sufriría muerte súbita
por falta de aire. Y antes, dejaría de funcionar por falta de energía. Nos
queda petróleo para dos generaciones. Ya hemos quemado en un ratito una gran
parte del petróleo que se había formado a lo largo de millones de años. El
mundo produce autos al ritmo de los latidos del corazón, más de uno por
segundo, y ellos están devorando más de la mitad de todo el petróleo que el
mundo produce.
Por supuesto, la publicidad miente. Los numeritos
dicen que el automóvil no es un derecho universal, sino un privilegio de pocos.
Sólo el 20 por ciento de la humanidad dispone del 80 por ciento de los autos,
aunque el cien por ciento de la humanidad tenga que sufrir las consecuencias.
Como tantos otros símbolos de la sociedad de consumo, éste es un instrumento
que está en manos del norte del mundo y de las minorías que en el sur
reproducen las costumbres del norte y creen, y hacen creer, que quien no tiene
permiso de conducir no tiene permiso de existir.
El 85 por ciento de la población de la capital de
México viaja en el 15 por ciento del total de vehículos. Uno de cada diez
habitantes de Bogotá es dueño de nueve de cada diez automóviles. Aunque la
mayoría de los latinoamericanos no tiene el derecho de comprar un auto, todos
tienen el deber de pagarlo. De cada mil haitianos, sólo cinco están
motorizados, pero Haití dedica un tercio de sus importaciones a vehículos,
repuestos y nafta. Un tercio dedica, también, El Salvador. Según Ricardo
Navarro, especialista en estos temas, el dinero que Colombia gasta cada año
para subsidiar la nafta, alcanzaría para regalar dos millones y medio de
bicicletas a la población.
El derecho
de matar
Un solo país, Alemania, tiene más automóviles que la
suma de todos los países de América Latina y África. Sin embargo, en el sur del
mundo mueren tres de cada cuatro muertos en los accidentes de tráfico de todo
el planeta. Y de los tres que mueren, dos son peatones.
En eso, al menos, no miente la publicidad, que suele
comparar al auto con un arma: acelerar es como disparar, proporciona el mismo
placer y el mismo poder. La cacería de los caminantes es frecuente en algunas
de las grandes ciudades latinoamericanas, donde la coraza de cuatro ruedas
estimula la tradicional prepotencia de los que mandan y de los que actúan como
si mandaran. Y en estos últimos tiempos, tiempos de creciente inseguridad, al
impune matonismo de siempre se agrega el pánico a los asaltos y a los
secuestros. Cada vez hay más gente dispuesta a matar a quien se le ponga
delante. Las minorías privilegiadas, condenadas al miedo perpetuo, pisan el
acelerador a fondo para aplastar la realidad o para huir de ella, y la realidad
es una cosa muy peligrosa que ocurre al otro lado de las ventanillas cerradas
del automóvil.
El derecho
de invadir
Por las calles latinoamericanas circula una ínfima
parte de los automóviles del mundo, pero algunas de las ciudades más
contaminadas del mundo están en América Latina.
La imitación servil de los modelos de vida de los
grandes centros dominantes, produce catástrofes. Las copias multiplican hasta
el delirio los defectos del original. Las estructuras de la injusticia
hereditaria y las contradicciones sociales feroces han generado ciudades que
crecen fuera de todo posible control, gigantescos frankensteins de la
civilización: la importación de la religión del automóvil y la identificación
de la democracia con la sociedad de consumo, tienen, en esos reinos del sálvese
quien pueda, efectos más devastadores que cualquier bombardeo.
Nunca tantos han sufrido tanto por tan pocos. El
transporte público desastroso y la ausencia de ciclovías hace obligatorio el
uso del automóvil, pero la inmensa mayoría, que no lo puede comprar, vive
acorralada por el tráfico y ahogada por el esmog. Las aceras se reducen, hay
cada vez más parkings y cada vez menos barrios, cada vez más autos que se
cruzan y cada vez menos personas que se encuentran. Los autobuses no sólo son
escasos: para peor, en muchas ciudades el transporte público corre por cuenta
de unos destartalados cachivaches que echan mortales humaredas por los caños de
escape y multiplican la contaminación en lugar de aliviarla.
El derecho
de contaminar
Los automóviles privados están obligados, en las
principales ciudades del norte del mundo, a utilizar combustibles menos
venenosos y tecnologías menos cochinas, pero en el sur la impunidad del dinero
es más asesina que la impunidad de las dictaduras militares. En raros casos, la
ley obliga al uso de nafta sin plomo y de convertidores catalíticos, que
requieren controles estrictos y son de vida limitada: cuando la ley obliga, se
acata pero no se cumple, según quiere la tradición que viene de los tiempos
coloniales.
Algunas de las mayores ciudades latinoamericanas viven
pendientes de la lluvia y el viento, que no limpian de veneno el aire, pero al
menos se lo llevan a otra parte. La ciudad de México vive en estado de perpetua
emergencia ambiental, provocada en gran medida por los automóviles, y los
consejos del gobierno a la población, ante la devastación de la plaga
motorizada, parecen lecciones prácticas para enfrentar una invasión de
marcianos: evitar los ejercicios, cerrar herméticamente las casas, no salir, no
moverse. Los bebés nacen con plomo en la sangre y un tercio de los ciudadanos
padece dolores crónicos de cabeza.
-O usted deja de fumar, o se muere en un año -advirtió
el médico a un amigo mío, habitante de la ciudad de México, que no había fumado
ni un solo cigarrillo en toda su vida.
La ciudad de San Pablo respira los domingos y se
asfixia los días de semana. Año tras año se va envenenando el aire de Buenos
Aires, al mismo ritmo en que crece el parque automotor, que el año pasado
aumentó en medio millón de vehículos. Santiago de Chile está separada del cielo
por un paraguas de esmog, que en los últimos quince años ha duplicado su
densidad, mientras también se duplicaba, casualmente, la cantidad de
automóviles.
Por Eduardo Galeano.
Tomado de: Brecha, Montevideo, viernes 29 de marzo de 1996.
Tomado de: Brecha, Montevideo, viernes 29 de marzo de 1996.
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