En los bancos y en las casas de comercio de este mundo a
nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o
con un tucán, o
soltando de la boca como un piolincito las canciones que
me enseñó mi
madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a
rayas. Pero
apenas una persona entra con una bicicleta se produce un
revuelo
excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la
calle mientras
su propietario recibe admoniciones vehementes de los
empleados de la casa.
Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta,
constituye una
humillación y una befa la presencia de carteles que la
detienen
altaneros delante de las bellas puertas de cristales de
la ciudad. Se sabe
que las bicicletas han tratado por todos los medios de
remediar su
triste condición social. Pero en absolutamente todos los
países de la
tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos
agregan: "y perros",
lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su
complejo de
inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en
principio
entrar en Bungue & Born o en los estudios de los
abogados de calle San
Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre
telefonistas
ansiosas, o a lo sumo una orden al portero para que
arroje a los
susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder
pero no es
humillante, primero porque sólo constituye una
probabilidad entre muchas,
y luego porque nace como efecto de una causa y no de una
fría
maquinación preestablecida, horrendamente impresa en
chapas de bronce o
de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la
sencilla
espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes.
De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! También las rosas
son ingenuas y
dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas
murieron
príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos
de sangre. No
ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de
espinas, que las
astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas
de furor
arremetan en legión contra los cristales de las compañías
de seguros, y
que el día luctuoso se cierre con baja general de
acciones, con luto en
veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.
Julio Cortázar publicado en “Historia de
Cronopios y famas (1962)
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